Mirá lo que vio y registró un periodista embarcado en Puerto Pirámides.
Huele a esa mezcla de sal y algas, a ese mar que se ve tan azul desde la costa, tan verde desde el bote. El guía habla del cuidado del entorno. La idea del avistaje es generar el menor impacto al ambiente, al ecosistema. Después señala a lo que define como «formaciones geológicas»: unos cerros pequeños del color de la arcilla con vegetación por momentos verde clara, por otros bien oscura que se meten en el océano como brazos.
La única espuma es la estela de los dos motores del barco. No hay una sola ola. La temperatura llega a los once grados. El cielo tiene alguna nube blanca; el sol que no pega, el viento que tampoco. El clima, hoy, es todo lo que está bien.
La embarcación de Bottazzi es ovalada. En la popa, a metro y medio de la cubierta está la cabina del piloto. Contra los bordes y en el centro, los asientos. Está preparada para un avistaje lateral: en un rato las ballenas aparecerán a la izquierda y a la derecha.
Somos alrededor de treinta. Las camperas quedaron encorsetadas por los chalecos salvavidas naranjas. Hay tantas bufandas, gorros y capuchas como celulares y cámaras de foto apuntando al agua.
El guía dice que hay una ballena cerca, a la derecha. Todos miramos aunque ella prefiere no mostrarse. No hay termómetro ni gps, nada que permita detectarlas más que la paciencia y el ojo. El del piloto, encima, está entrenado. Ya vio que más adelante hay un grupo de cinco o seis.
El tipo, la piel bronceada, los lentes oscuros, acelera y en no más de un minuto estamos en el punto. A la izquierda el agua se mueve y sobre la superficie vemos la primera ballena que pone el lomo negro fuera del mar. Por los dos orificios echa agua en forma de V. Los chorros suenan como la exhalación de una orquesta. Cualquiera podría preguntarse cuánto aire necesitará uno de estos mamíferos que pueden llegar a los diecisiete metros de longitud, los cuarenta y cinco o cincuenta mil kilos.
Un instante después sale otra más grande y el guía dice que es la hembra. Tiene un grupo de cinco o seis machos alrededor y por la popa vemos que se acercan tres más. Ellas socializan, se preparan para la cópula y nosotros avistamos, sacamos fotos, filmamos, las señalamos. En el medio del mar hay un espectáculo.
Sacan las cabezas, que pueden ser un tercio del cuerpo, y se les ven los cayos algo amarillentos. Si se acercan al bote por abajo del agua, que oficia de lente verde, se les ve la panza del color de la esmeralda.
La hembra, más pendiente de nosotros que del cortejo y la seducción de los machos, nada a dos metros del barco. Los movimientos son suaves pero enérgicos como si enseñara una danza que se baila hace siglos. Primero respira, después va hacia abajo del agua y deja la cola, por unos segundos, sobre la superficie y parece que quiere regalar un saludo, una postal.
La ballena nos sigue, nada alrededor del bote, se deja ver y vuelve a sumergirse. A kilómetros, antes del horizonte, hay otra. Solo una cámara con tele objetivo, una filmadora profesional podrían inmortalizar el juego, el salto y la cola como un cabo con dos corazones en la punta. Solo un poeta podría encontrar los giros, expresiones y palabras para describirla. No debe existir otra forma. A esta danza ancestral hay que verla.
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